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sábado, junho 05, 2010

La Presidencia Española del Consejo de la Unión Europea: Deseos y Realidades


El 1 de enero de 2010 España asumió una nueva presidencia rotatoria del Consejo de la Unión Europea. Y como sucedió con las anteriores, el gobierno español ha considerado el semestre recién iniciado como una buena oportunidad para afianzar la imagen y el prestigio internacional del país y para mejorar, también, la propia imagen interna del Ejecutivo. En esto, pues, no hay novedad significativa respecto a presidencias anteriores o a las de otros países, pues no lo es que los distintos gobiernos utilicen ese escaparate semestral además de para defender determinadas líneas estratégicas que consideran prioritarias para el desarrollo de la Unión, para afianzar sus propias posiciones políticas internas. Lo novedoso del semestre español es que llega en un momento interno, europeo y global extraordinariamente complejo, definido por tres problemas fundamentales.

En el plano internacional, la crisis financiera y económica sigue dibujando un horizonte de dificultades y pesimismo. Cierto es que a finales del 2009 la mayoría de las principales economías mundiales dieron signos de recuperación, pero todavía siguen siendo señales demasiado débiles para borrar la incertidumbre general acerca de una recuperación global prolongada y sostenida. Aún más, las políticas de estímulo seguidas por muchos gobiernos han hipertrofiado los problemas clásicos de déficit y endeudamiento públicos, lo que arroja serías dudas acerca de cómo muchos países van a volver a las políticas de equilibrio presupuestario o, cuanto menos, de déficits públicos controlables.

La crisis ha acrecentado la falta de un liderazgo político internacional fuerte, desdibujando incluso la posición del presidente norteamericano Barack Obama, aunque las dudas acerca de su gestión tengan todavía una dimensión más interna que internacional. El hecho es que la fuerte caída de sus índices de popularidad ha difuminado un efímero pero real liderazgo que por su sola proximidad era capaz de incrementar el valor internacional del resto de líderes mundiales. En este contexto, un, en su momento, pretendido efecto de reforzamiento de liderazgo basado en la coincidencia entre el presidente Obama y el titular de la presidencia rotatoria de la Unión, Rodríguez Zapatero, parece hoy menos decisivo que ayer como medio a través del cual reforzar la imagen internacional del presidente español.

En segundo lugar, la reciente aprobación del Tratado de Lisboa no ha impedido que la Unión Europea sigua envuelta en un grave problema de clarificación institucional e incluso de búsqueda de su propia identidad como actor en el marco cambiante, fluido y líquido –que diría Zygmunt Bauman- de la sociedad internacional actual. Los inicios de la presidencia española han sufrido de forma lógica esta rearticulación institucional derivada del nuevo texto pues, evidentemente, no existen todavía mecanismos automatizados de reparto de papeles entre la presidencia rotatoria y la presidencia permanente o entre aquella y la Alta Representante para la Política Exterior de la Unión Europea. Eso por no hablar de que el procedimiento de examen al que se está sometiendo la Comisión en el Parlamento Europeo resta a la presidencia española capacidad real para articular y desarrollar institucionalmente sus propuestas.

La percepción, acertada sin duda, de estos problemas de funcionamiento interno de la Unión, ha llevado a España a considerar prioritario el desarrollo del Tratado de Lisboa. Necesario sí, pero poco atractivo también. Es decir, indudablemente supone un objetivo necesario, pero articulado como uno de los ejes centrales de la presidencia no puede por menos que resultar comprensivamente decepcionante para unos ciudadanos europeos verdaderamente preocupados por resolver su grave situación económica.

Además, a nadie escapa que la Unión se encuentra en un momento de indudable debilidad fruto de la interrelación de diversos procesos convergentes: unos, de origen interno derivados de un muy mal digerido aún proceso de ampliación a 27; otros de índole más estructural y que empujan a Europa a posiciones relativamente marginales dentro de un contexto global. Prueba de ello es la pérdida de influencia y peso frente a la pujanza de nuevos países emergentes como China, India o Brasil; el triste y secundario papel jugado por la Unión en la cumbre del Clima de Copenhague de finales de 2009; o las dificultades de articular una respuesta unitaria, rápida y eficiente al terrible terremoto que asoló Haití el pasado 12 de enero.

Esta percepción de la creciente excentricidad de Europa en relación a los nuevos poderes del mundo hacen cada vez menos creíbles las continuas propuestas acerca del liderazgo de la Unión en la globalización. Desde 1992 son demasiadas las estrategias y también demasiadas las decepciones para que esta propuesta, que no podía faltar entre los objetivos de la presidencia española, resulte ya un tanto retórica y carente de significado.

Por si estos problemas fueran pequeños, la presidencia española se ha iniciado en un momento de indudable debilidad interna del gobierno español. La pésima gestión de la crisis económica, con unos incrementos brutales de las cifras de paro, ha minado de forma considerable la credibilidad interna e internacional del gobierno presidido por José Luis Rodríguez Zapatero, muy especialmente en todo lo relativo a las propuestas de salida de la crisis. Esta debilidad es evidente y especialmente decisiva a la hora de poder articular los necesarios consensos para establecer compromisos firmes y de obligado cumplimiento, por lo que no puede esperarse que en estos seis meses puedan definirse unas alternativas creíbles a la fracasada Estrategia de Lisboa del año 2000. Y un nuevo fracaso sería todavía más grave pues la crisis económica amenaza cada vez más la propia homogeneidad interna de la Unión, dibujándose una especie de Europa a dos velocidades de difícil viabilidad futura. Eso por no hablar de la opinión de algunos gurús que vaticinan ya la quiebra de la Unión Monetaria por la situación de extrema debilidad de algunas economías de la zona euro, muy especialmente de la española.

Bien es verdad que la crisis ha demostrado la escasa capacidad predictiva de la inmensa mayoría de expertos económicos, pero ello no obsta para que sus opiniones repercutan en esa herida de credibilidad que actualmente sufre el Ejecutivo español.

Pero no todo en modo alguno es negativo. España puede impulsar las relaciones euromediterráneas y eurolatinoamericanas, mejorando los instrumentos de relación y de cooperación. Puede impulsar de forma notable una nueva agenda trasatlántica más convergente, eficaz e incluso decisiva en la solución de algunos problemas esenciales. Puede, asimismo, proponer medidas de coordinación económica que resulten atractivas para el conjunto comunitario. Y puede, por fin, dar un salto también decisivo hacia el continente asiático, así como incidir en la mejora de políticas tan importantes como las de igualdad o la lucha contra la violencia de género. Puede, en fin, plantear propuestas que aunque no logren acuerdos sustantivos sí podrían orientar decisivamente la agenda de la Unión hacia intereses más cercanos a los ciudadanos. Ciudadanos que son, en definitiva, quienes verdaderamente componen ese proyecto político todavía en construcción que es la Unión Europea

Juan Carlos Jiménez Redondo es professor en Instituto de Estudios da Democracia da  CEU - Universidad San Pablo de Madrid y miembro do Consejo Editorial de la revista Raia Diplomática.
 
Nota: Este artigo foi escrito em Janeiro de 2010

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